domingo, 30 de agosto de 2009

Ultimo deseo




Aquella mañana cuando Jacinto decidió dar un cambio radical en su vida, se levanto fuera del horario normal. Había resuelto por primera vez dormir hasta después del medio día. Parece algo absolutamente probable en la vida de cualquier persona. ¿Quien no ha decidido hacerse la rata alguna que otra mañana congelada e invernal en pleno junio? Ideales para seguir entre los pliegues de la cama. Sin embargo Jacinto jamás lo había podido concretar. Él no sabía lo que era darse el gusto de dormir hasta tarde. En realidad, Jacinto no sabía sobre muchas cosas de la vida, y así sencillito como suena, no tenía idea alguna sobre tantos placeres que la gente suele darse cuando ciertamente lo desea. A decir verdad y para hilar más fino aún, este buen hombre había perdido la capacidad de desear por su propia cuenta. Jacinto estaba en serios problemas desde hacía mucho tiempo…

Esa mañana se descontracturó. El reloj de pared marcaba las 13 horas en punto, y el empleado seguía con su cabeza apoyada en la almohada sin ninguna intención de moverla. Se rehusaba a levantarla. Había una riña intensa entre su Yo que lo impulsaba a revelarse de una vez contra sus horarios y obligaciones, y el Super yo que, contrariamente, maquinaba como un tren a todo motor entre sus neuronas recalcándole todo lo que debía hacer en tan solo 24 horas.

Por fin abrió los ojos. Su habitación estaba más blanca de lo normal. Sus sábanas también, inclusive su pijama. Pensó que tal vez la intensa rutina le había impedido percatarse de esos detalles. Pero hoy era un día especial. El amaba el blanco por que le simbolizaba a pureza, limpieza, apertura. Echó una ojeada alrededor. Se asustó al darse cuenta que su pieza estaba demasiado cambiada. Como no haberlo notado antes. Es que Jacinto trabajaba todo el día, se despertaba temprano antes de la salida del sol, y llegaba muy tarde de su trabajo, casi cuando finalizaba el informativo de media noche. Así que imagínense que no tenía tiempo suficiente para contemplar su cuarto. Ni su baño. Ni su cocina. Ni a él mismo. Nada de nada. Ese era el arte de ser Jacinto.

Se le ocurrió que faltaría al trabajo y se pasaría la tarde cazando mariposas, como cuando era niño. Jacinto había deseado desde pequeño ser artista plástico, para entonces poder pintarlas volando por los prados, o bien altas iluminando el cielo. Coloridas, alegres, libres, con vida corta pero intensa, las mariposas eran dignas de su admiración. Enseguida se le vino a la cabeza el recuerdo de cuando su padre lo castigó severamente a los 15 años por corretear detrás de ellas, teniendo una edad tan avanzada. Así pues, nuestro querido amigo se reprimió su mayor diversión debido a que papá creía que era grande para esas cosas. Jamás le contó, por supuesto, su deseo de convertirse en pintor. Esas actividades estaban mal vistas en la aristocracia porteña. Dejo contentos a ambos, al haber estudiado para contador y ser un profesional oscuro, lúgubre, y aburrido de por vida.

También ideó la posibilidad de usar camisa suelta, al viento, con varios botones desabrochados, como siempre había querido. Estaba agotado de sentir el roce de la tela ajustada en su cuello, y el nudo de la corbata casi ahorcándolo. Camisa arrugada y un peinado loco, bien modernoso, aunque le quedasen tres pelos en su cuero cabelludo. Por que nada le importaba. Que si lo miraban. Que si lo señalaban. Que si lo apuntaban. Nada podía ser peor que la vida que venía llevando.



Repentinamente imágenes de su historia corrieron fugazmente sobre la retina de sus ojos. Todo lo que fue. Todo lo que había querido ser. Todo lo que no pudo ser. Sus momentos más preciados. Sus sueños más íntimos coartados sin sentido ni razón. Sus proyectos caídos, sus ambiciones marchitas. Sus silencios innecesarios. Su rutina. Su vida sin sentido. Sus anhelos cohibidos. Su mesa sin pan. Su noche sin luna ni estrellas.

Cuando dispuso levantar su anatomía de la cama se dio cuenta que no podía moverse. Se asustó. Miraba sus dedos, inmóviles como los de una estatua. Sus pies, inertes como piedras reposando sobre el vértice de la cama. Miró al techo, el ventilador había desaparecido del centro de la habitación. También su mesita de luz al costado de su lecho. Y sus portarretratos. Jacinto puedo darse cuenta finalmente que ese ambiente no era su dormitorio.

Inmediatamente alguien apareció frente a él. Una mujer de capa negra y rostro escondido. Se sentó al pie de la cama. Jacinto respiró profundo. Los latidos de su corazón se acrecentaron y se sintieron a lo largo y ancho de todo su cuerpo. Se sintió indefenso, desnudo, intimidado, vulnerable.

Esa mañana Jacinto había decidido cambiar. Iba a hacer las cosas por su propia cuenta. Se disponía a disfrutar de cada momento. Quiso cambiar, pero no se dio cuenta que era demasiado tarde...La parca yacía allí, a metros suyo, con el objetivo de envolverlo con su negrura y llevárselo para siempre. Hoy era su turno, la muerte golpeaba la puerta de la habitación de ese viejo hospital y no hay nada que Jacinto pudiera hacer más que entregarse sabiendo de todo…todo lo que se había perdido…

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