domingo, 30 de agosto de 2009

El regreso que jamas sucede


Allí estaba ella, frente a las vías del tren. Sentada en la estación mientras el sol caía. Vestida de marrón al igual que el otoño. Aguardando que con la salida de la primera estrella llegue aquel amor que la guerra le había arrancado sorpresivamente.
Una historia basada más en cartas que en encuentros reales. Miles de escritos. Uno cada día. Él tampoco se había olvidado de su mujer. A pesar que los constantes bombardeos en tierra de batalla jamás se tomaban descanso, se hacia tiempo para recordarle por medio del papel que sin ella la vida carecía de sentido.
Tomo su abanico y prendió un cigarrillo. Sus ojos comenzaban a brillar cuando imaginaba el tren arribando desde las lejanas montañas. Unos minutos más y él estaría junto a ella después de 7 interminables años de exilio. Procuró no arrugar su vestido floreado. Genaro se lo había regalado una noche de domingo después de su casamiento. Era perfecto: entallado, fresco, amarronado y exótico. Toda una novedad para lo que se usaba en esa época. Siempre lo contemplaba desde su armario con la promesa de volver a usarlo cuando el final de la guerra le devolviese a su tan querido esposo.
Trataba de imaginárselo tantos años después. Estaría más calvo. Su rostro plagado de arrugas y sus dientes estropeados. Con los labios secos por el frío intenso de la noche en campo abierto al dormir. Más flaco y encorvado debido al peso del cargamento. Con moretones y marcas en su espalda. Sin afeitar y con las manos ásperas por no poder usar jabón. Tal vez con su mirada apagada y un aura de tristeza a su alrededor. Quizás consternado por la pérdida de tantos compañeros o endurecido como consecuencia de convivir con el dolor tanto tiempo.
Nada de eso importaba ahora. Ella continuaba ahí, con su bolso de piel y sus zapatos de taco alto. Una reina esperando a su rey. A un verdadero hombre que antes de partir la miró a los ojos como nunca lo había hecho y le juró que volvería con la victoria bajo el brazo y listo para que sean felices. Se subió al tren y se esfumó entre la nevisca matutina aquella tarde de abril. Jamás se imaginó que tantos abriles más tendrían que esperar para volver a estar juntos.
La gente de alrededor en el andén eran como muñecos. Iban y venían de un lado a otro. Nada distraía su atención. Lo único que importaba era ubicarlo entre la multitud cuando la puerta del vagón se abriera para correr a abrazarlo fuerte. Volver a sentir su olor en el cuello y el repicar de las campanas cuando Genaro le hablase bien de cerca al oído.
Finalmente a lo lejos ese tren bajaba la colina. El frío de otoño contrastaba con el calor interno que ella sentía con cada latido de su corazón. Las manos le transpiraban y los pies temblaban. Por fin la locomotora llegaba a la plataforma y Penélope comenzaba a abrir sus brazos desesperada por arrebatarlo y darle la bienvenida a casa. Las compuertas se abrieron y los ex combatientes comenzaron a descender.
Pasaban vestidos de verde militar, uno tras otro. Una maratón de miradas buscando desesperadamente resguardarse en el regazo de sus seres queridos luego de tantos años de desdicha y soledad. Todos encontraban a sus esposas e hijos. Se abrazaban y lloraban sin consuelo alguno que pudiera alivianar semejante desamparo. Cada encuentro encerraba una historia diferente. Ni siquiera la rudeza de esta guerra cruel y despiadada que había devastado a Europa por completo podía romper esos lazos tan intensos entre todos los seres humanos que festejaban alrededor de Penélope.
El andén comenzaba a despejarse y ella seguía en la búsqueda de Genaro moviendo su cabeza desorientadamente hacia un lado y al otro. Los minutos pasaban y la noche congelada comenzaba a sentirse con fuerte sabor a desencuentro. Corrió de un lado a otro…vagón por vagón, asiento por asiento, y su amante no aparecía.
Se sentó atónita en aquel banco de pino verde. Inerte cual pedazo de madera su mirada se apagó. En soledad total, la plataforma libre de gente, con el reflejo de la luna llena sobre el tren vacío y el ruido de los grillos irrumpiendo el silencio nocturno. Pensó que tal vez otro tren llegaría pronto y nadie le había podido avisar. Se quedo entonces, sin más lágrimas por llorar, tejiendo en su mente el sueño del regreso que jamás sucede, con su bolso de piel marrón y su abanico, sentada en la estación.

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