domingo, 30 de agosto de 2009

El final de una historia



Cuando Dalmira entró a su cuarto pasada la medianoche cerró la puerta de un portazo. Se saco bruscamente sus zapatillas plateadas y sin desatarlas las arrojo encima de la cama. Estaba muy embroncada, rabiosa e indignada a la vez. Definitivamente en el juego del amor, a ella siempre le tocaba perder.

Echó un vistazo a sus cuatro paredes. Sus fotos de la fiesta de 15 colgadas en el corcho, el cuadro que le había regalado su abuela antes de morir, al acolchado con dibujos de corazones, y todos sus trofeos de hockey llenos de polvo. Pensó por un momento lo feliz y sencilla que era su vida antes de haberse enamorado. Qué simples eran aquellos días sin nadie en quién pensar, sin depender del teléfono para sentirse plena cada vez que sonaba, sin necesitar tener que sentirse valorada por un hombre al que jamás se le había ocurrido ni siquiera, tener un gesto de cuidado hacia ella…

Miles de veces se levantaba preguntándose porque esa persona se había adueñado de su corazón, de sus pensamientos, de sus sueños, de su intimidad, y de todo lo que significaba su privacidad. Cuando una mujer siente cosas profundas por alguien siempre espera encontrar en esa persona un lugar para sentirse valorada, querida, apreciada, priorizada. Desde chica soñaba con ser tratada como una princesa, y estar junto a él hasta el final de los tiempos. Dalmira, sin lugar a duda había nacido para ser amada.

Desde la ventana de su habitación se veía nítidamente la luna en cuarto menguante, y varias estrellas colgadas en el cielo danzando alrededor de ella. Notó que estaba marchita al igual que las flores de su cantero. Se quedo en silencio. Ese silencio cómplice que la acompañaba en su aletargada soledad. Porque, paradójicamente a pesar de estar acompañada, se sentía absolutamente desierta, vacía y deshabitada. Era momento de tomar una decisión para evitar seguir sintiéndose así. Tomó un lápiz, su agenda y empezó a escribir para desahogarse. Necesitaba contarle al papel como se estaba sintiendo en este momento.

Increíblemente el relato comenzó a fluir, y con cada palabra el dolor parecía encontrar un pequeño recoveco en la falda del consuelo. Pasaban las oraciones, los párrafos, las hojas y mientras tanto la desazón mágicamente parecía ir desvaneciéndose. Jamás hubiera imaginado que su agenda se convertiría en su compinche y amiga más fiel. Volcaba toda su angustia y hacía su descargo. De vez en cuando alguna que otra lágrima intrépida caía sobre las letras y manchaba el escrito, pero Dalmira comprendía que era parte del proceso que le tocaba vivir.

La noche fue pasando, y entre el silencio profundo e intenso de la cuidad en su descanso, Dalmira escuchaba una melodía dulce, suave, y perfecta entre cada una de las palabras que iba dibujando en sus relatos. Su compenetración era tal que ni siquiera se acordaba donde estaba ni que era lo que había alrededor suyo. Escribir era un viaje placentero hacia la fibra más íntima de su ser. Se sintió afortunada encontrando esta forma de comunicarse y consolarse. Era como escucharse a si misma y descubrir el océano profundo de emociones que vivía dentro de ella.

Dejó de inquietarse y de pensar qué pasaría mañana sin él a su lado, ni de cómo sería transitar los días en soledad. Se dio cuenta que se tenía a si misma, que eso era más que suficiente, que al fin y al cabo era ella la que decidía el rumbo de su historia y con quién compartirla. Se contempló delante del espejo. Su pelo rubio ondulado cayendo por encima de sus hombros. La forma de sus brazos anatómicamente perfectos, sus caderas anchas pero igualmente sensuales, y sus ojos que con tanta decepción parecían hablar por si solos. Dalmira entendió que se había convertido en una mujer.

Lo citó en un bar con vista a la plaza donde se habían besado por primera vez. Recordó lo joven e inocente que era para ese entonces. Ahora ya se sentía más grande y madura, terminantemente esta relación le había ayudado a crecer. Con su agenda en la mano y apretándola fuerte hizo su descargo.

Lloró como nunca, pero jamás se había sentido tan segura. No le importaba lo que él pensara, tenía rumbo fijo y seguro hacia delante. Sabría que lo mejor llegaría pronto. Le dijo de todo mirándolo a los ojos. No titubeó ni un segundo. Las palabras, al igual que las letras en sus relatos emanaban maravillosamente de su boca, con ritmo pausado y concreto, pero con mucho sentimiento también.

Desde que era demasiado mujer para él hasta que jamás volvería a encontrar una dama como ella. Dalmira sabía que el tiempo le daría la razón y que en algún momento él volvería a golpear a su puerta. Sin embargo no le importaba, ya era muy tarde. Hay trenes que pasan una sola vez en la vida y si uno no sabe subirse a tiempo, simplemente…lo pierde. Luego de todo su discurso, le sonrió, le deseo suerte, tomó su agenda y se fue.

Al caminar y respirar el aire puro de la calle, se sintió aliviada. Comiendo un chocolate que había en su cartera decidió comenzar a escribir sobre el sabor de la victoria y la libertad. Se quedo allí quietita, sentada en el cordón de la vereda como una estatua entre medio de los autos que iban y venían sin parar. Bajo el cielo anaranjado del atardecer otoñal, Dalmira empezaba a escribir el final de su historia, y porque no, el comienzo de una nueva…

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