viernes, 20 de noviembre de 2009

Nadie en casa




En el peor momento de mi vida, nadie en casa. Las ventanas cerradas al mundo exterior y las cortinas sin levantarse. Entro a la cocina, el aroma a fritura pegado sobre las cerámicas de las paredes, en la heladera solamente un sobre de mayonesa en pleno proceso de descomposición y medio limón.

El gusto a encierro sobre el sofá y la comida del gato desparramada entre los almohadones. Procuro no escuchar el goteo de la canilla del lavadero, pero el incesante ruido que contrasta con el silencio, va taladrando mis oídos hasta hacerme perder la paciencia.

Levanto el teléfono, ningún mensaje en el contestador. Tal vez será que he dejado de existir. Reviso mis mails y nada. Prendo la tele, las noticias de la tarde. La vida continúa normalmente para los demás. Hoy hay demoras en la panamericana e inundaciones en el Litoral.

Me recuesto en la cama. Es incómoda la sensación de roce entre mi cuerpo y las sabanas. Ya están sucias. Debería haberlas mandado a lavar hace meses. Sobre mi escritorio me quedo contemplando algunas fotografías de amigos. Los trofeos del último campeonato de futbol que gané y los videos de mis fiestas de cumpleaños. Momentos de gloria. Nada más lejano a eso hoy.

El día se hace largo y la semana eterna. Tampoco hay novedades. El sol se asoma entre los edificios urbanos, pero me quedo escondido en la oscuridad. Prefiero las mañanas de lluvia. Me pregunto si alguien estará pensando en mí. Me desilusiono nuevamente. Tal vez será que he dejado de existir.

Dentro de la alacena, la caja de arroz casi por la mitad. Ayer con un poco de aceite, hoy con una pizca de orégano. Se me hace agua la boca al pensar en un suculento trozo de carne a la parrilla, bien jugoso y dorado. Vuelvo a revisar en cada rincón de la casa, tal vez me haya salteado alguna parte: los cajones del baño, mi escritorio, debajo de la cama, en algún bolsillo de mis camperas de invierno, o en el fondo de mis mochilas…

Nada. Ni una sola moneda más. Nadie a quien pedir, nadie que me las ofrezca. Me impaciento pero el hambre es tan fuerte, que me mentalizo en lo exquisito que puede llegar a ser un buen plato de arroz con orégano. Seco la vajilla con agua y una esponja casi sin espuma ya.

No supermercados, no ropa nueva, no salidas al cine, no comer afuera. Sin crédito en el teléfono. Sin postres en la cena, sin incentivos, sin amigos solidarios, sin luz natural.

Tal vez será que he dejado de existir. Nadie en casa.