domingo, 30 de agosto de 2009

El viaje




En el momento en el cual abrió los ojos, se dio cuenta que el paisaje que tenía frente a su rostro se había modificado, que tan solo en una fracción de segundo algo que había contemplado de un modo, había mutado considerablemente. Se inquietó. Comprendió entonces, que tal vez éramos nosotros los que cambiábamos en forma constante y continua. Por ende, nuestra concepción del mundo también lo hacía.

Ahora miraba alrededor con ojos distintos. Desde la ventanilla del colectivo podía observar como, entre tanto cemento gris de la cuidad, un balcón se diferenciaba ampliamente del resto gracias a una flor color naranja intenso que reposaba erguida en su cantero aportando un mínimo destello de color entre tanta homogeneidad. Era un detalle tan difícil de descifrar que seguramente nadie se habría percatado de ello. Pero supuso que aquella flor, a pesar de parecer abandonada entre el humo y el ruido urbano, tenía una belleza singularmente propia. Aún aislada, brillaba por si misma, más que un prado lleno de girasoles al sol de la tarde. Se puso en el lugar de la flor. Lo sola que debía sentirse entre un panorama tan adverso para la subsistencia. Cómo era que con tanta preciosidad, nadie se detenía a admirarla. Lo fuerte que debía sentirse por dentro para no dejar jamás de abrir sus pétalos a una realidad que siempre le daba la espalda. La tomó como ejemplo.

Entre una multitud de gente que iba y venía apurada por llegar a tiempo, cual masa amorfa que se desplaza hacia la nada misma, una anciana sonreía pasivamente. Marchando a su propio ritmo, pasito a pasito, la mujer parecía disfrutar el reflejo de los primeros rayos de sol sobre su cara arrugada. Dejaba que el viento matutino la despeinara. Y se permitía vislumbrar el aleteo de las palomas buscando desesperadamente su maíz. Abstraída del aturdimiento del tráfico vehicular caminaba entre la aglomerada vereda estableciendo un rumbo fijo y seguro. Emanando serenidad y goce en su máxima potencia, era luz entre tanta oscuridad. Meditó en que la sabiduría de poder entender que solo estamos de paso, necesariamente llegaría con el paso del tiempo.

En al asiento del costado, un adolescente se había quedado dormido con sus walkman puestos a todo volumen. Roncaba alto desprejuiciadamente. Lo miró y entendió al final que un mundo entero vivía dentro de él también. Que cada persona representaba un mundo. Lo siguió observando. Jamás olvidaría ese rostro. Mezcla de ingenuidad y rebeldía. La edad adecuada para creer en ideales y tener a la utopía como mejor amiga. Para se libres y espontáneos. Nada importaba tanto como vivir la vida en forma intensa. Él también tendría una historia para contar. Al igual que cada una de las personas que viajaban en este colectivo. Sintió envidia sana y ganas de volver a ser joven.

Volvió a cerrar sus ojos. Al abrirlos nuevamente se desagradó por a cantidad de gente que había en el micro. El feo olor y la incomodidad. Miró su reloj. Faltaban cinco minutos para su horario de entrada. Por suerte la próxima iba a ser su parada. Busco al adolescente dormido pero ese lugar estaba ocupado ya por un señor de ceño fruncido quejándose por las malas noticias del día. Busco flores en algún balcón, pero solo encontró ropa vieja colgada secándose entre canteros de plantas secas y maltratadas. Entre la muchedumbre de gente que caminaba por el microcentro ya no había ancianos con la sonrisa dibujada, con el sol en la cara y mucho menos despeinados por el viento.

Se bajó abrumada entre tantos papeles que se había olvidado de leer previo a entrar a la oficina. Con el tiempo justo para evitar que su jefe se enojara por llegar a destiempo. E insultando al chofer por haberla dejado a mitad de la calle.

Se puso los anteojos y se ató el pelo como cada mañana. Tomó fuertemente su cartera e ingresó a su lugar de trabajo por una puerta descolorida, fría e insípida…como el resto de las puertas de esa cuadra. Como el resto de las puertas de esa cuidad.

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