domingo, 30 de agosto de 2009

El hombre en el espejo



A veces cuando paso frente al espejo del pasillo de casa, sigo sin lograr encontrarme. Me quedo inactivo, inmóvil tratando de dilucidar quién es el que permanece frente a mí. Me mira fijo a los ojos, me intimida, me copia. Siempre tiene puesta la misma ropa que yo, el mismo peinado y si sonrío, él lo hace también. A veces sufro mientras lo contemplo, a veces me indigno, otras veces, tan solo me es indiferente. Ese espejo es realmente incomprensible.


Confeccionado en el transcurso del siglo XVIII, una verdadera reliquia. Posee en sí mismo una sugestión histórica. Un sentimiento evocativo y profundo por su valor auténtico. Cristal transparente y traslúcido como verdadera agua de río que fluyendo por las montañas, llega hacia el mar. Lo trajo de Inglaterra, en uno de sus viajes, mi abuelo paterno, Vicente. Siempre contaba que lo había comprado en una feria de antigüedades en los suburbios de Londres. Que él jamás logró entender como un objeto de esa índole todavía permanecía a la venta. Mamá siempre dice que muchas veces, aunque parezca irrisorio, las cosas esperan por nosotros y son ellas las que elijen a sus propios dueños. El tiempo se encargará de dar una respuesta.

Todavía puedo recordar aquel día, cuando lo colgaron. Al final del pasillo, justo antes del cuarto de estudios. Cada vez que tenía que hacer la tarea debía pasar obligatoriamente por delante del espejo. A pesar del respeto que me imponía, trataba de examinarlo. Y me quedaba horas. Del otro lado, odiaba encontrarme con un chico a quien vestían y peinaban como yo. Me sentía impersonal. Lo miraba con odio, y él a mí. Supongo que ese nene debía sentir como yo cada vez que nos cruzábamos. Mi hermano me asustaba, decía que estaba embrujado. Sus marcos son brillantes, de plata inglesa verdadera, y un gran trabajo de orfebrería con minúsculos detalles es sus relieves. Los cuatro vértices decorados con piedras preciosas, esmaltes y marfil.

Cuando el abuelo Vicente murió, dejó un testamento. Nadie pudo entender la razón por la cual dejó el preciado objeto a mi nombre. Habrá sido, posiblemente porque notó cuántas veces me quedaba parado y estático, mirándolo fijamente. Como buscando respuestas.
Ahora todo es diferente, mi casa varió con los años. Esos espacios que antes me parecían inmensos, y dignos de un buen refugio, ahora tan solo son espacios. También, con el paso de los años, modifiqué la concepción de cómo observo el mundo. Dicen que nada cambia, todo se transforma. Y adhiero a ese pensamiento.

Hoy volví de terminar una relación, con el corazón destrozado y mi alma en pedazos. Jamás estuve tan mal. Quise evitarlo pero terminé llorando completamente desnudo frente al espejo. Levanto la vista y ahí estaba, el hombre del espejo. A ese varón las lágrimas le sientan bien, le enternecen la mirada. Tiene buena fisonomía, cuerpo macizo, piel dorada por los reiterados baños de sol y las abdominales perfectamente marcadas como si estuvieran diseñadas para una escultura de yeso.

A veces me recuerda un poco a mí. Los gestos y la forma de las manos. Otras veces, cuando penetro en sus pupilas no puedo comprender porque me mira con tanta intensidad. Mezcla de incertidumbre, titubeo e inseguridad. Le pregunto su nombre, pero en el momento que le hago la pregunta, él también la formula, solo que no puedo escuchar su voz, pero puedo leerle los labios.

Un delgado cristal es la línea que me separa de aquel hombre con el que siempre me encuentro, pero que no reconozco. Sin embargo a veces siento que hay un abismo entre él y yo. Ya tiene marcas de expresión alrededor de sus ojos. Es el paso del tiempo. El tiempo que pasa y que uno a veces no se da cuenta porque siempre, distraídos o inmersos en ridículos detalles, no somos conscientes de todo lo que nos vamos perdiendo.

Trato de percibir que le sucede. Está sufriendo, como yo. Eso me da pena ¿Habrá venido también de cortar una historia de amor? Tal vez no se anima a decírmelo. Tal vez no le genero confianza, o no ve en mi suficiente seguridad o entereza como para contarme. Quizás tenga miedo de enunciar lo que siente por vergüenza a saberse tonto si expresa algún sentimiento. Posiblemente no vea que le puedo aconsejar, que tengo muchas respuestas a sus vacilaciones. Yo podría ayudarle. Y visitarlo más seguido, y brindarle más seguridad y confianza en él mismo. Y que entablemos una comunicación fluida, y que ambos, desde cada lado del espejo podamos vernos y entender lo que nos pase el uno al otro.

Ese misterioso hombre que siempre aparece frente al cristal del lujoso espejo inglés, y yo, empezamos a llevarnos mejor, con tan solo una buena conexión entre nuestras retinas ya no hacía falta decir nada más. Ese vínculo entre ambos se hizo día a día más fuerte, más estrecho. Y mientras más ocurría eso, mi vida empezaba mejorar, ya no me sentía tan solo por las noches, ni en las tormentas, ni tampoco en las aburridas mañanas de domingo. No dejábamos de sorprendernos. Muchas veces corría frente al espejo con un libro en la mano para leerle, y en ese instante aparecía él con el mismo texto. Éramos como almas gemelas.

Todo gracias a ese espejo inglés de marcos de plata y relieves de trabajo minucioso y marfiles coloridos. Mi vida encontró un equilibrio, una estabilidad. Me sentía acompañado y totalmente renovado.

Al final, mi mamá tenía razón con lo que una vez me había dicho… las cosas esperan por nosotros y son ellas las que elijen a sus propios dueños. Y ese espejo y su amigo, ya son parte de mí. Para siempre.



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