domingo, 27 de septiembre de 2009

El Dr. Maravilla



Mientras el Dr. González contemplaba desde la ventana de su despacho como se desataba la tormenta furiosa, rebelde e impetuosa sobre las aguas del atlántico, sentía una leve intranquilidad punzando sobre su pecho.

Es que no había sido, precisamente, uno de sus mejores días. Los años iban pasando y casi sin darse cuenta, algunas personas comenzaban el proceso de la despedida. Frente a la rutina y obligaciones laborales muchas veces uno se distraía de las cosas que realmente debían ser valorizadas. Con su delantal verde y perfectamente cuidado se quedó inmóvil contemplando ese diluvio con sabor a muerte. Un cielo negro, frió y un océano que abofeteaba incesantemente las piedras de la playa de aquella cuidad.

Por un instante se abstrajo de la realidad y volvió a su infancia. Pudo verse en las playas ardientes en pleno enero corriendo con furia hacia los brazos seguros y acogedores de su padre, tratando de evitar quemarse la planta de sus piecitos. Se recordó sonriendo al ver como los teros danzaban alrededor de las olas veraniegas, y conmovido por la llegada de la primera estrella sobre el mar. El viento sobre sus cabellos dorados, la piel tostada, brillosa y el gusto a arena quemada en su boca. En total silencio y con las manos apoyadas sobre los cristales empañados por los chaparrones, el Dr. viajaba atrás en el tiempo…

Abrió sus ojos. La melancolía de un paisaje lluvioso. Las calles empapadas, el agua corriendo por las alcantarillas, el gris húmedo sobre la copa de los árboles, y el penetrante ruido de un mar violentado. Pudo sentir como las fuertes ráfagas de viento rumbeando hacia la nada, se llevaban lejos aquellas memorias atesoradas en los rincones más sagrados de su corazón… Cuanta agua había caído bajo el puente, cuantas cosas habían cambiado de modo tan drástico…

Alguien golpeó la puerta en forma desesperada. Volvió repentinamente a percibir el ruido de los pasillos de la clínica, el olor a quirófano en su oficina y el cansancio sobre sus espaldas. Respiró profundo dejando atrás ese ligero momento y con su mejor sonrisa recibió a una mujer, su hijo y un cachorrito llamado Beto agonizando.

El animalito estaba realmente grave. Era un perrito de la calle, compañero de aquel niño humilde, de la calle también. No le quedaban muchas horas de vida. Era una muerte compartida, una despedida que lastimaba por dos. Como hacerle entender a aquel chiquito que su amiguito más fiel se iría para siempre, sin explicación o lógica alguna que pudiera alivianar su desconsuelo.

No había manera de encontrar los causales de semejante mal en Beto. Sin los estudios médicos no se podía diagnosticar nada. La mamá no tenia el dinero suficiente para hacerse cargo de análisis tan caros, por esa razón el futuro de la mascota no llegaría a buen puerto. El Dr. y la señora, entonces decidieron sacrificarlo.

Aquellas manos que instantes atrás intentaban tocar la tormenta desde la ventana del consultorio, eran las encargadas ahora de llenar la jeringa con el eutanásico letal que acabaría con la vida de Beto, pero también con su sufrimiento. El niño, empapado en lágrimas, se aferraba a su madre. Sus ojos puros e inocentes, conocían por primera vez una mala jugada del destino. Casi sin sentirlo y basándose en su ética profesional el Dr. se concentraba en llevar a cabo su trabajo.

Silencio absoluto, el cielo relampagueante, y los recuerdos que se hicieron presentes nuevamente en la retina de los ojos del Doctor. Preparado para vaciar el líquido sobre el muslo de Beto y terminar de una vez por todas con ese asunto, no pudo aislarse de la angustia que se respiraba entre esas cuatro paredes y del peso del aire sobre sus hombros. Cualquier otro veterinario no hubiera vacilado en hacer lo que le correspondía. Pero no pudo, no esta vez…

En un acto de impulsión extremo, arrojó la jeringa al lavatorio, como si fuera un arma cargada a punto de ser gatillada, abrió el agua de la pileta y se aseguró que la droga se disolviera entre el plateado de la cañería hasta desaparecer del todo. Tomó el teléfono y mandó a hacer todos los análisis pertinentes para descubrir la enfermedad de Beto. Los gastos correrían por su propia cuenta.

El niño, abrazado al vientre de su mamá, dejó de llorar mientras acariciaba a su compinche con la esperanza de que la situación pudiera mejorar…


La luna llena brillando sobre el mar en perfecta quietud. El asfalto todavía mojado, las hojas de los árboles limpias y purificadas por la incesante lluvia de la jornada, un tecito caliente sobre la mesa de roble, su libro preferido, y el Dr. González valorando ese momento como si fuera el último. Respiró profundo el sabor a hiervas que salía de la pava, recostó su cabeza sobre el respaldo de la hamaca y pensó que seguramente Beto moriría, pero se consoló al saber que al menos, de su parte, había hecho todo lo posible…

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