miércoles, 31 de agosto de 2011

Años después


Las coordenadas eran perfectas: el antiguo bar “De Don Nicasio” en la esquina más escondida de San Telmo, y la hora exacta de la puesta del sol sobre los tejados antiguos de aquellas calles porteñas.

Se respiraba un viento primaveral, fresco y perfumado, igual a aquel perfume que Adora no había dejado de sentir cada vez que lo pensaba. Cómo olvidar ese aroma tan peculiar que en su momento había logrado conmoverla hasta la médula. Impregnado en su ropa, en su pelo, en su sangre. Ese hombre le había enseñado que el olfato también enamoraba. Dio una última pitada, fulminando al cigarrillo por completo y se quedó pensando. Amores así solo se vivían contadas veces en la vida. Esbozó una sonrisa con picardía e ingresó al bar.

Casi las 19 hs. Aprovechó para ir al baño y chequear su imagen. Un poco de rimel, retocar el lápiz labial, y el corrector de ojeras. Esta Adora que él contemplaría en tan solo unos minutos más sería absolutamente distinta a la que solía consentir. Rubia, pelo largo y ondulado en sus puntas. Algunas marcas de expresión inevitables alrededor de los ojos, nada grave por supuesto. Y una mirada menos inocente. Lejos de lo que reflejaba ser 14 años atrás, Adora era ahora una mujer con una experiencia de vida. Se perfumó las muñecas, dejó a sus espaldas el recuerdo de la niñita, y salió al salón cual verdadera femme fatale.

Lo único que importaba en ese momento era impresionarlo. Que él pensara en lo feliz y espléndida que ella había sido todo este tiempo sin saber nada el uno del otro. Que al chocar sus miradas por primera vez, él quedara súbitamente congelado y estupefacto. Y ella, con cierta inmutabilidad pudiera manejar perfectamente la situación. Adora tomaría las riendas esta vez. Su mente no había dejado de dibujar aquel panorama. Cada palabra, cada movimiento, todo premeditado, cual escena de película hollywoodense, ella sería ahora la gran protagonista, independiente, exitosa y superada. Y en el final, por supuesto, ese viejo amor caería completamente rendido a sus pies, como había sucedido en su historia pasada cuando ambos eran adolescentes.

El café y ella esperaban sentados en la mesa. Y cada minuto era una eternidad. Su corazón latía fuerte. A través del vidrio una pareja de ancianos cargaban las bolsas pesadas del supermercado. El señor miraba con ternura a su esposa y ambos, transitaban las baldosas con serenidad y goce, sintiendo el viento sobre sus cabellos emblanquecidos. Adora se quedó inmóvil contemplando aquella fotografía. Por dentro, la certeza de que a ella jamás le pasaría. Un mensaje de texto irrumpió ese instante, debía ser él.

Detestaba las promociones de recarga doble, siempre llegaban en momentos imprecisos. El mozo le preguntó si quería otro café, pero ella aclaró que enseguida al llegar su acompañante ordenarían algo para picar. Había deseado con creces este momento. Estaba más bella que nunca, la dieta había dado resultados, los tratamientos en la piel, y el bronceado del fin de semana. Adora jamás lo había olvidado. Este encuentro era una asignatura pendiente. Y por fin el momento llegaría. Se preguntaba como estaría físicamente, como vestiría, como usaría el pelo. Y mientras más lo imaginaba, más inquieta se ponía. Sabía perfectamente, gracias a la terapia, que lo tenía idealizado, que lo creía mucho más que un viejo novio. Que durante todo este tiempo sus amoríos habían sido fortuitos y fugaces. Y que la sombra de aquella historia había quedado tatuada en su ser más íntimo. Era el momento de retomar. Y ella estaba más que preparada.

Otros diez minutos perpetuos de espera. Lo llamó, pero nadie respondía al celular. El tráfico de Buenos Aires era insoportable. Nadie llegaba a horario. Calles congestionadas, océano de autos. Seguro él estaba a unas pocas cuadras. Tal vez no había estacionamiento disponible cerca, o había pinchado un neumático. Quizá tenía el teléfono silenciado, o sin batería. Suele pasar cuando uno anda de reunión en reunión. O tal vez por la ola de calor, la recepción de los sms estaba saturada. Aunque pensándolo bien…podría ser probable que se haya olvidado el celular en la oficina. ¡Claro!, que estúpida, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Él estaría absolutamente nervioso, expectante, impaciente por el encuentro con ella y esto hizo que dejara su celular en cualquier otro lugar…

Era solo cuestión de esperar. Si había soportado 14 años, unos minutos más eran insignificantes. La gente iba y venía. Los clientes rotaban. Se iban parejitas, y entraban grupos de amigos. Estratégicamente ese bar era perfecto. Sobre una calle cortada, de adoquines y plagado de canteros con plantas. A pesar de estar rodeado, uno no sentía la invasión del público. Intentó con el celular nuevamente, pero no había respuesta. Se empezó a impacientar. Otro café y la primera estrella en el cielo. No recordaba que él fuera tan impuntual, todo lo contrario. Tal vez fue un vicio maldito que incorporó con los años. A veces los hombres de negocios toman los peores ejemplos y se acostumbran a que todo el mundo los debe esperar. Se lo reprocharía al llegar. O tal vez no. Después de tantos años ella no tenía ningún derecho a recriminar nada…

La noche oscura y el bar semivacío. Adora y su ilusión, entre medio de ese cementerio de caras desconocidas, miraban para todos lados. Recordó el primer beso entre ambos, y pudo sentir claramente la textura de su lengua, imposible de olvidar. Un último café. El cajero se acercó para aclararle que los martes trabajaban hasta las 24. Estaba refrescando. Se puso su saco de pana rosado. El más elegante de su ropero. Ese que solo usaba en ocasiones más que especiales. Y se retocó el maquillaje.

Cuando el dueño del bar cerró la puerta de madera antigua, Adora se sentó en el escalón de entrada, todavía esperanzada por lo que jamás llegaría. Y se dejó llevar por el descanso de una cuidad estresada... Ya nada en la calle. El puesto de diarios cerrado, las luces de los departamentos apagadas, y un perro callejero revolviendo la basura de un tacho despintado. Las coordenadas eran perfectas. Solo faltaba él.

jueves, 25 de agosto de 2011

Feliz por fuera


Los pliegues de la sabana aterciopelada, el gato siamés descansando sobre la ropa desparramada por el piso, una taza con café congelado de la noche anterior, y los primeros escalofríos sobre su espalda desnuda. Levantó la persiana. Las malas noticias del día en su televisor. Un recipiente vacío, el molesto zumbido de una mosca maldita. El aire pesado sobre sus hombros.

Se sentó llorando sobre la esquina del colchón anhelando reminiscencias archivadas en el legajo de su pasado. Recuerdos de lo que jamás volvería a ser. Y se dejó llevar, cayendo nuevamente en aquel laberinto sin salida que la atrapaba en cada amanecer.

Una mujer pidiendo ser socorrida a gritos. Rodeada de personas, pero atravesada por nadie. Mirada por todos, pero descubierta por ninguno. Sublimada, aunque no considerada. Una verdadera muñeca de porcelana, fría como la cerámica. El centro de la escena. El punto de atención. El ojo de la tormenta.

Se preguntó como hacía su corazón para seguir latiendo sin sentir nada, si habría perdido su cualidad de humana, si estaba adormecida dentro de una somnolencia desagradable. Como pensar en un futuro si se encontraba aprisionada en su presente. Sin esperanzas. Sin perspectivas. Sin certezas.

Era hora de partir.



La luces se encienden. El público pide a gritos que comience el show. La música le envuelve. Se viste de estrella. Maquilla sus penas. Peina su dolor. Feliz por fuera. Herida por dentro. No es fácil ser diva.


Tal vez alguna vez lo llegue a entender.