
Sabía que no era dueña de nada. Que esta noche sería una más de las tantas: apasionadas, ilustres, ideales, carnales. Hay noches que se engalanan en gloria, mientras que otras solo se cubren de lluvia y se evaporan en el olvido.
Brisa veraniega. Amor bohemio. Las cortinas blancas volaban por la habitación. Él, con su desnudez, se ubicó frente al piano. Medio hombre, medio oscuridad, comenzó a sentir intrínsecamente el sonido de las teclas entre sus dedos, Mirándola fijamente le susurró al oído la canción más enternecedora que jamás había escuchado y volvió a llenarla de besos. Se tiraron en el balcón y lo hicieron nuevamente bajo la luz de la luna. Prendieron marihuana y se dijeron sobre sus vidas.
Cada palabra pronunciada salía del corazón. Que bueno es poder hablar cuando no hay un verdadero compromiso de por medio. Como si lo dicho quedara flotando inciertamente en un aire efímero. Sin necesidad de dar demasiadas explicaciones, sin el apuro de tener que demostrar nada. Ambos sabían que junto con la irrupción del día, el genuino hechizo se rompería, para volver a convertirlos en dos perfectos desconocidos buscando su lugar bajo la luz del sol.
Se miraron y sintieron chocar sus labios. Sus manos volvían a descubrir cada rincón clandestino de sus cuerpos. Llenaron la bañera de cerveza y dejaron que la libido sexual hable por su propia cuenta. Se emborracharon de sexo, nada más sensual que una piel fogosa emanando sudor con sabor a alcohol. Intensa conexión. Dos envases que se encuentran y viven un amorío de tan solo horas, con la luz de la luna como única cómplice.
Pusieron jazz y se practicaron sexo oral mientras bailaban frente al espejo. Sin prejuicios. En total libertad sexual, emulando amarse. Compartieron sandía fresca de la misma boca, se besaron hasta dejar el plato vacío. Volvieron a contarse sobre sus miedos y sus ambiciones. Se emocionaron y dejaron que sus ojos lloren en completa paz.
Ella lo rodeó con sus brazos de porcelana, y se quedó dormida contando ovejas. Sabía perfectamente que al despertar, cual historia de Cenicienta, ese torso aterciopelado se convertiría en su almohada de plumas, sin dejar rastro alguno sobre las sábanas de la cama. Y esa noche de estrofas y versos románticos quedaría para siempre como un recuerdo que, seguramente, la luna jamás olvidaría…
Brisa veraniega. Amor bohemio. Las cortinas blancas volaban por la habitación. Él, con su desnudez, se ubicó frente al piano. Medio hombre, medio oscuridad, comenzó a sentir intrínsecamente el sonido de las teclas entre sus dedos, Mirándola fijamente le susurró al oído la canción más enternecedora que jamás había escuchado y volvió a llenarla de besos. Se tiraron en el balcón y lo hicieron nuevamente bajo la luz de la luna. Prendieron marihuana y se dijeron sobre sus vidas.
Cada palabra pronunciada salía del corazón. Que bueno es poder hablar cuando no hay un verdadero compromiso de por medio. Como si lo dicho quedara flotando inciertamente en un aire efímero. Sin necesidad de dar demasiadas explicaciones, sin el apuro de tener que demostrar nada. Ambos sabían que junto con la irrupción del día, el genuino hechizo se rompería, para volver a convertirlos en dos perfectos desconocidos buscando su lugar bajo la luz del sol.
Se miraron y sintieron chocar sus labios. Sus manos volvían a descubrir cada rincón clandestino de sus cuerpos. Llenaron la bañera de cerveza y dejaron que la libido sexual hable por su propia cuenta. Se emborracharon de sexo, nada más sensual que una piel fogosa emanando sudor con sabor a alcohol. Intensa conexión. Dos envases que se encuentran y viven un amorío de tan solo horas, con la luz de la luna como única cómplice.
Pusieron jazz y se practicaron sexo oral mientras bailaban frente al espejo. Sin prejuicios. En total libertad sexual, emulando amarse. Compartieron sandía fresca de la misma boca, se besaron hasta dejar el plato vacío. Volvieron a contarse sobre sus miedos y sus ambiciones. Se emocionaron y dejaron que sus ojos lloren en completa paz.
Ella lo rodeó con sus brazos de porcelana, y se quedó dormida contando ovejas. Sabía perfectamente que al despertar, cual historia de Cenicienta, ese torso aterciopelado se convertiría en su almohada de plumas, sin dejar rastro alguno sobre las sábanas de la cama. Y esa noche de estrofas y versos románticos quedaría para siempre como un recuerdo que, seguramente, la luna jamás olvidaría…