
Afirmó el candado de la valija con ímpetu y guardó su pasaporte en el bolsillo interno de la campera de gabardina importada. Un sorbo más de whisky antes de cerrar la puerta y marcharse para siempre de aquí. Con respiración acelerada pero profunda, y contemplando fijamente el piso de parquet recién pulido me preguntó por última vez si tenia algo que decir antes de separarnos. El tiempo se detuvo. En ese momento no hablé. Que de mi boca no haya brotado una sola palabra para él era vacío en estado puro, pero para mí, todo. Opté por guardarme el llanto, simular que podía manejar la situación. Él, preso del estigma de hombría, intentó no llorar. Pero su tristeza era tan aguda que al final se quebró. Y me quede con mi verdad, con ese lema, de que muchas veces el silencio ayuda a apaciguar el dolor, a preservar esos lazos mágicos que se gestan inintencionadamente entre dos individuos.
De ningún modo especulé que el amor podía llegar a ser tan desalmado. Que sentir desde las entrañas involucrara conectarse con el martirio y la penitencia. Cómo podía ser que una emoción tan vertiginosa, funcionara como dolor. Evidentemente no encajé en su vida tan perfectamente ordenada y estructurada. Yo, que irrespetuosamente jamás había cuajado en la mentalidad o el entendimiento de muchos tantísimas veces, nuevamente me transformaba en la pieza del rompecabezas que no encontraba su par. No podía comprender porque el destino lo había interceptado en mi camino ahora que todo comenzaba a ser tan estable y equilibrado en mi vida. Cuando cada pieza del tablero estaba en su lugar, y creía fehacientemente que no necesitaba de nadie para ser feliz.
Bastas imágenes corrieron por mi mente. Demasiados cambios extremos para un solo cuerpo. Brutales mutaciones radicales en este envase. Numerosos momentos de sacrificio y constancia para poder admitir lo que por fin ahora tanta gratificación me generaba. La imagen que el espejo me devolvía era lo que siempre había anhelado ser, pero que la propia naturaleza me había negado desde mi primer día de vida.
Nadar en contra de la marea, incesantemente. Continuar haciéndolo aún cuando ya casi no quedaban esperanzas. Con el simple objetivo de respetar una firme convicción de actuar acorde a como siempre había sentido. Cuestión que muchos no llegaban a entender, y él tampoco .Dormíamos pegados toda la noche, dos cuerpos que se transformaban en uno, sin la necesidad de confesar lo que sentíamos. Temiendo tal vez, que al decirlo se arruinara el conjuro de un vínculo apócrifo que solo coexistía en nuestro mundo íntimo de mentiras. Como si hacerse cargo y animarse a vivirlo plenamente hiciera morir todo aquello que bajo la mirada ajena no era normal. Supuse entonces que no hay peor consuelo que lo que nunca se lleva a cabo. Que cuando nos arriesgamos, podemos resbalar y lastimarnos, pero de eso se aprende. Sin embargo, lo que jamás será, arde en nuestros sueños hasta la muerte…
Cerró la puerta, haciendo desaparecer su anatomía, y quede en completa soledad, escuchando el ruido del ascensor. Con cada piso que descendía, una parte de mi corazón se iba quebrantando. Mirando el cielo raso y en completa mudez comprendí que cada acción conllevaba a una consecuencia. Jamás nadie me amaría del modo en que lo había ansiado desde siempre. Para la mirada masculina yo seria perpetuamente el “juguete” ideal que satisfaga sus deseos animales, aquella que mitigue su libido sexual. Y luego del acto, contemplarme desde lejos, como una de esas esculturas romanas que uno ni siquiera se aventura a tocar, a las que observa con tanto asombro, que no acaricia más que con los ojos.
Rompí en forma desesperada a buscarlo. Bajé las escaleras corriendo y salí a la vida llena de sol. Por un instante me sentí la más observada del vecindario, como “juguete” anormal en una vidriera repleta de público prejuicioso. Con mis ojos empapados y mi maquillaje completamente corrido dejando visualizar mi intenso bello facial. Sin peluca ni tacos. Sin collares ni pulseras. Simplemente mi corazón y yo.
El taxi ya se había marchado. Con mi dolor acuestas punzante en mi pecho, pensé en lo lindo que hubiera sido poder transformarme realmente en un “juguete”. Un objeto sin sentimientos, sin la capacidad de retener tanta angustia. Lleno de plástico, lleno de nada…
De ningún modo especulé que el amor podía llegar a ser tan desalmado. Que sentir desde las entrañas involucrara conectarse con el martirio y la penitencia. Cómo podía ser que una emoción tan vertiginosa, funcionara como dolor. Evidentemente no encajé en su vida tan perfectamente ordenada y estructurada. Yo, que irrespetuosamente jamás había cuajado en la mentalidad o el entendimiento de muchos tantísimas veces, nuevamente me transformaba en la pieza del rompecabezas que no encontraba su par. No podía comprender porque el destino lo había interceptado en mi camino ahora que todo comenzaba a ser tan estable y equilibrado en mi vida. Cuando cada pieza del tablero estaba en su lugar, y creía fehacientemente que no necesitaba de nadie para ser feliz.
Bastas imágenes corrieron por mi mente. Demasiados cambios extremos para un solo cuerpo. Brutales mutaciones radicales en este envase. Numerosos momentos de sacrificio y constancia para poder admitir lo que por fin ahora tanta gratificación me generaba. La imagen que el espejo me devolvía era lo que siempre había anhelado ser, pero que la propia naturaleza me había negado desde mi primer día de vida.
Nadar en contra de la marea, incesantemente. Continuar haciéndolo aún cuando ya casi no quedaban esperanzas. Con el simple objetivo de respetar una firme convicción de actuar acorde a como siempre había sentido. Cuestión que muchos no llegaban a entender, y él tampoco .Dormíamos pegados toda la noche, dos cuerpos que se transformaban en uno, sin la necesidad de confesar lo que sentíamos. Temiendo tal vez, que al decirlo se arruinara el conjuro de un vínculo apócrifo que solo coexistía en nuestro mundo íntimo de mentiras. Como si hacerse cargo y animarse a vivirlo plenamente hiciera morir todo aquello que bajo la mirada ajena no era normal. Supuse entonces que no hay peor consuelo que lo que nunca se lleva a cabo. Que cuando nos arriesgamos, podemos resbalar y lastimarnos, pero de eso se aprende. Sin embargo, lo que jamás será, arde en nuestros sueños hasta la muerte…
Cerró la puerta, haciendo desaparecer su anatomía, y quede en completa soledad, escuchando el ruido del ascensor. Con cada piso que descendía, una parte de mi corazón se iba quebrantando. Mirando el cielo raso y en completa mudez comprendí que cada acción conllevaba a una consecuencia. Jamás nadie me amaría del modo en que lo había ansiado desde siempre. Para la mirada masculina yo seria perpetuamente el “juguete” ideal que satisfaga sus deseos animales, aquella que mitigue su libido sexual. Y luego del acto, contemplarme desde lejos, como una de esas esculturas romanas que uno ni siquiera se aventura a tocar, a las que observa con tanto asombro, que no acaricia más que con los ojos.
Rompí en forma desesperada a buscarlo. Bajé las escaleras corriendo y salí a la vida llena de sol. Por un instante me sentí la más observada del vecindario, como “juguete” anormal en una vidriera repleta de público prejuicioso. Con mis ojos empapados y mi maquillaje completamente corrido dejando visualizar mi intenso bello facial. Sin peluca ni tacos. Sin collares ni pulseras. Simplemente mi corazón y yo.
El taxi ya se había marchado. Con mi dolor acuestas punzante en mi pecho, pensé en lo lindo que hubiera sido poder transformarme realmente en un “juguete”. Un objeto sin sentimientos, sin la capacidad de retener tanta angustia. Lleno de plástico, lleno de nada…