miércoles, 20 de enero de 2010

Permitido ilusionarse




Como siempre, solo. Con la atención puesta en quien sabe donde… La luces de la disco contrastando con la oscuridad, y el humo de cigarrillo impregnado en mis hombros, imposible no sentirlo. Parado a un costado de la barra, sintiéndome un verdadero extraño dentro de ese ambiente en el cual las miradas y el deseo chocan continuamente estableciendo una línea de seducción que todavía no logro incorporar. La gente bailando en multitud al son de la música, con movimientos bruscos y hasta exagerados, como si el baile fuera parte de un ritual que implicara una especie de liberación mágica. Todos recurren al mismo paso, haciendo una excelente apología de la impersonalidad. En seguida pienso que las personas que habitamos este mundo vestimos represión e instinto. Dos sensaciones tan opuestas que no logro comprender como pueden articularse dentro de un mismo cuerpo sin hacerlo estallar.

Un trago más, fuego que alimenta mi garganta. Se potencian las ganas de descargar mi libido sexual con un beso intenso. No importa mucho como se llame, o que edad tenga. Siento escalofrío. Comienzo a comprender de qué se trata todo esto. Ingreso al circuito. Ya no hay mas personas, la imagen se desvirtúa. Son solo bocas, torsos y cinturas que quiero tocar, que necesito rozar y acariciar. Pasan por entre mis piernas, van y vienen de un lado a otro. Todos buscando lo mismo, ese néctar que te conecta con la parte más sagrada de la pasión, y que hace que la sangre fluya por todo el cuerpo hasta hacerlo estremecer. Soy uno más de ellos ahora.

Me empapo de tanta música. Mi cuerpo se mueve como si nadie estuviera alrededor. La noche es mi aliada. Tantas sensaciones pasan por la retina de mis ojos como si fuera una película. Levanto los brazos y puedo alcanzar lo que quiero. Giro la cabeza, entre todas las miradas que me rodean y me invaden, algunas tristes, otras intimidantes, por fin encuentro la mirada que sacia mi piel y acelera mi pulso cardíaco…

Tan profunda como el océano y penetrante como un dardo en medio de mi pecho, acudí a ese llamado sin dudar. Taquicardia. Un destello en mi interior. Por fin tus ojos y los míos, colapsan. Todo lo que hay alrededor simplemente, se esfuma. Solo quedan nuestras miradas bailando al filo de la noche, reflejando aquellas emociones que tanto cuesta explicitar, inclusive las encubiertas en el recoveco más profundo de nuestro ser.

Ahora que te veo, entiendo todo. Comprendo que hay una fuerza mayor que establece que las personas estemos en el lugar y en el momento indicado siempre, aunque a veces cueste tanto esfuerzo creerlo. No hables si me fundo en tu boca, por favor…

Luces robóticas que cegan, escalones fosforescentes que indican el camino, dinámicos parlantes emitiendo las melodías que no paran de rebotar en nuestros oídos, jarras de cerveza que invitan a la extroversión en la cual todo vale, perfume en el aire que potencia las hormonas, y escotes y músculos que insinúan excesivo encanto. Los condimentos ideales para una noche como esta, donde todo pareciera estar permitido, inclusive ilusionarse.

domingo, 17 de enero de 2010

El señor de las estrellas





Las tres de la mañana en verano no es lo mismo que en invierno. Cuando el clima es caluroso y húmedo, pareciera ser que el cielo esta más cercano a las personas. Y por ende las estrellas. Una atmosfera de alegría se percibe en el aire pegajoso…más aun cuando uno tiene la posibilidad de mirar todo desde tan arriba, pensaba Don Genaro mientras muy cautelosamente acomodaba el visor de su telescopio en dirección noreste.

La copa de los árboles verdes, frondosos y fuertes marchando al son del ritmo suave pero preciso del aire veraniego. El color del cielo en sus diversos tonos azulados sobre el asfalto ardiente en la quietud del silencio nocturno, y el reflejo de la luz de la luna arropando el descanso bien merecido de los edificios luego de haber soportado otra sacrificada jornada de penetrante e intenso calor de la cuidad en pleno enero.

Otra pitada de cigarrillo importado a la boca de Genaro, y un sorbo de vino blanco bien helado para salar el paladar. El condimento perfecto para una noche que parecería ser bastante prometedora. Décimo octavo piso del edificio más alto del barrio, cielo absolutamente despejado, nadie alrededor, y la coordenada horaria indicada. Era, tan solo cuestión de extender las manos poco más de lo normal, y uno podía tener la sensación de tocar las estrellas con la yema de los dedos, como pocas veces sucedía.

En el barrio los llamaban “el loco de las estrellas”. Se entretenía todo el tiempo mirando hacia arriba, inclusive durante el día, como si estuviera buscando algo. Con su andar apacible y sereno, se paseaba por las calles del vecindario mirando a lo alto, con un cierto deje de melancolía en el brillo de sus ojos. Iba y venia de un lado al otro, con su soledad a cuestas, y abstraído por completo de la realidad.

Mientras el constante tic-tac del reloj francés amagaba con interrumpir la concentración del anciano, el calor comenzaba a hacerse sentir con intensidad sobre su frente. Otra gota más de transpiración que cae al suelo. Otra estrella más que Genaro descartaba. Ya había pasado casi una década desde que su amada esposa había decidido partir, pero el hombre insistía con poder ubicar la estrella que la albergaba. Sabia que era como buscar una aguja en un pajar, aunque jamás desistía en sus continuos intentos. Se había trasformado en su obsesión. Para lo único que viviría sería para hallar de una vez por todas, ese astro alejado en la enormidad del cielo, donde su amor lo aguardaba en silencio y paz.

Y nuevamente la repetición de aquella fotografía de su adorable infancia se le venía a la mente. La imagen de su padre, días antes de morir, recordándole que lo cuidaría eternamente desde la estrella más luminosa. Nunca olvidaría aquel relato. Todavía podía escuchar el tono grave de aquella voz debilitada por los medicamentos: “Te preguntarás porque hay tantas…pero cada una de las estrellas, hijo mío, representa el hogar de aquellos seres amados a los cuales les ha llegado la hora de partir de esta vida cruel. Solo es cuestión de sentirlo, mirar hacia arriba y ver en cual de todas reposan. Cada persona que fallece es una nueva estrella danzando alrededor de la luna. Por esa razón, el imperio celestial es sagrado e inmenso, nunca lo ignores...”.

Aquel sábado, luego del entierro, Genarito se encerró en el altillo, y esperó pegado a la ventana, en puntitas de pie, que con la caída del sol su padre lo saludara desde su nuevo hogar. Pasaron los años y la búsqueda aun continuaba…

Su único compañero era el telescopio ahora. Era el barco que le permitía naufragar en la profundidad del cielo. Cada noche un nuevo encuentro místico. Con el objetivo de lograr entenderlo, descifrarlo.





Ni bien los primeros rayos de sol amenazaron con desdibujar la silueta estrellada del cielo nocturno, Genaro se recostó con la esperanza de que la próxima noche fuera más alentadora. Con el torso descubierto y el ventilador de techo dándole una pizca de alivio a semejante temperatura, hizo una respiración profunda y cerró los ojos nuevamente.

Las 6 .15 horas. La luz de la mañana penetra entre las ranuras de la persiana americana del dormitorio. Un cielo lila se abre en el horizonte, algunas nubes rebeldes a lo lejos, las primeras bandadas de pájaros entre los cables de los postes de luz, y por supuesto, ya ninguna estrella en el cielo. Los muertos duermen. Don Genaro también.